Supe, oí, me contaron que buscaba sin descanso, ya sin
aliento, una mujer inteligente, fuerte, independiente, maestra y sabia, segura. Decidí convertirme en eso que él anhelaba con todas sus fuerzas,y no me fue
difícil, quizás porque ya lo era en parte, pero sólo en parte. Con algo de
arrogancia añado que no tardó un instante en fijarse en mí, claro, yo era ahora
lo que él ansiaba. Muy pronto llegaron las conversaciones de
madrugada, cargadas de erotismo poco censurado, yo era su más lujuriosa
fantasía hecha carne y piel. Dominante, intelectual, exitosa, experimentada, le
faltaba babear. Para mí era divertido interpretar aquel papel, tenía algo de mí
misma, aunque poco. Era gracioso que se dejara llevar, inseguro, sudoroso, veía
en sus ojos el deseo voraz contenido por la timidez y el miedo a defraudar. Era
yo quien marcaba las reglas, quien frenaba y aceleraba, él se limitaba a
sorberme con la mirada sin dejar ni gota de mí.
Pero, a menudo, mi vida se retuerce y me sacude, y en una de esas convulsiones, la máscara se me aflojó y empezó a resbalarse nariz abajo. Me sorprendí una tarde desnuda, con las rodillas temblorosas, y una lágrima que contenía la amargura de la soledad en compañía cayó y salpicó. Tuvo que notarlo, porque arrugó las cejas y su lengua engendró con profundo desprecio "Las mujeres de verdad no lloran".
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